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viernes, 10 de marzo de 2017


CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Lo que parecía una noche tranquila y de placer para una pareja de capitalinos, se convirtió en una auténtica pesadilla: tres horas de pánico.
Como habitualmente lo hacían, Juan Alberto y Patricia se dirigieron a un hotel, ubicado sobre Calzada de Tlalpan, al sur de la Ciudad de México, un viernes de noviembre.
Policías atendieron el llamado de auxilio. Foto: Especial
Policías atendieron el llamado de auxilio. Foto: Especial

Alrededor de las 23:00 horas, a bordo de un automóvil, entraron a las instalaciones del hotel; subieron un piso y llegaron a la recepción. Un joven, de entre 25 y 30 años, los atendió del otro lado del cristal.
Juan Alberto (JA): “Buenas noches. Me da una habitación de 12 horas, por favor”.
El recepcionista dijo que no tenía ningún cuarto disponible con ese número de horas, por lo que les ofreció uno de seis.
Recepcionista (R): “En cuanto tenga un cuarto disponible para las 12 horas, les marco”.
Y así sucedió: marcaron de recepción al teléfono fijo de la habitación. Ahí comenzó la pesadilla.
Habrán pasado quizá unos 20 minutos desde la llegada de la pareja al hotel, cuando el teléfono timbró. Juan Alberto estaba junto al buró, del lado izquierdo de la cama; pensó que le notificarían de una nueva habitación y levantó el auricular.

“Mira, soy el comandante Pérez. No soy de ninguna policía ni del hotel, soy jefe de plaza de Los Rojos, ¿los conoces?”, comenzó el hombre, con acento norteño, según relata Juan Alberto. “Estoy aquí con mi gente, estamos buscando a unos periodistas que vienen de Veracruz y que traen algo de nosotros”, siguió aquella voz.
JA: “Estaba desconcertado; no sabía qué ocurría. Yo sólo escuchaba a aquel hombre”.
La llamada prosiguió: “A ver, ¿con quién estás?, ¿con tu novia?”, preguntó el supuesto comandante.
JA: “Sí estoy con mi novia”. Respondió, aún tendido en la cama, junto a Patricia.
La voz soltó de nuevo: “Mira, estamos haciendo un operativo en el hotel y mis hombres van a entrar cuarto por cuarto. ¿Ustedes no traen lo que andamos buscando, ¿verdad?, ¿qué traen de valor?”.
JA: “Celulares y una computadora”. Dijo inmediatamente, en un tono angustiado.
La siguiente orden del presunto delincuente fue que Juan Alberto le diera su número personal de celular, sin colgar el de la habitación, pues de lo contrario “entrarían los hombres armados que custodiaban el hotel”.
JA: “Le di mi celular y me marcaron inmediatamente”.
Presunto comandante: “No me vayas a colgar ¡eh!, esta llamada es tu seguro de vida”.
Amenazante, el mismo individuo ordenó a Juan Alberto colgar el teléfono fijo y quedarse en línea con el celular.
JA: “Hice lo que me ordenó, colgué y seguí desde mi celular”.
Alrededor de 15 minutos, entre amedrentamiento y groserías, Juan Alberto, de 33 años, se incorporó, nervioso y confundido; vigilaba la ventana de la habitación que daba hacia Calzada de Tlalpan, en busca de algún operativo; caminaba y caminaba por el cuarto alfombrado.
En ese momento, puso el altavoz para que “Paty”, su pareja de 29 años, supiera la situación que atravesaban. De igual manera, ella se desconcertó ante las órdenes que daba el sujeto; su rostro de inmediato cambió de semblante.
Ambos se miraban, sin mediar palabra, solamente se comunicaban con gestos y señas.
Al borde del llanto, Patricia se incorporó de la cama y se puso frente a Juan Alberto.
Aquel hombre proseguía con su discurso. La orden era clara: “salgan de la habitación, vayan al auto y salgan del hotel; yo les diré adónde dirigirse”.
JA: “Recuerdo el rostro de Patricia: desencajado al oír esa voz. Realmente sentí que nos tenían acorralados… cautivos. Vinieron a mi mente recuerdos de mi vida, de mi infancia. Llegué a pensar que era el final de ambos; que nos sacarían en bolsas de aquí”.
Al cabo de otros 15 o 20 minutos más, Juan Alberto tomó una decisión crucial: salir de la habitación y “enfrentar” a los presuntos sicarios que custodiaban el hotel.
Descalzo, con pantalón de mezclilla y una playera blanca, pidió a “Paty” que se resguardara en el baño mientras salía de la habitación. Abrió la puerta, aún con su celular en mano y con el presunto comandante de Los Rojos dándole órdenes, en alta voz.
Caminó a lo largo del piso, sobre una alfombra roja, hacia su flanco derecho.
JA: “Habré pasado unas cuatro o cinco puertas hasta que llegué al fondo del pasillo, donde había una habitación abierta. Apenas si podía caminar, iba lento y volteando a todos lados. Me asomé y vi a una mucama. Entre titubeos y con señas hice el intento de alertar a la señora, quien no me hizo caso y prosiguió con sus deberes. Incluso creo que la espanté”.
Desesperado, Juan Alberto regresó por el eterno pasillo rumbo a su habitación, cuya puerta daba de frente a las escaleras. Todo era silencio; y justo allí tomó otra decisión: ir al lobby del hotel, un piso abajo.
Al momento que descendía por las escaleras, se encontró a una pareja que venía de un piso arriba, a quienes paró y, de la misma manera, trató de alertar mediante señas sobre el “operativo y sicarios” que había en el hotel.
Con el presunto comandante al teléfono, Juan Alberto, usó a la pareja como “escudo” y bajó hasta llegar a la recepción, donde se encontraba aquel joven que los había recibido.
Otra vez, con señas y en evidente estado de desesperación, esperando el momento en que salieran hombres con armas largas del elevador, o de las escaleras que daban al estacionamiento, o de donde fuera, Juan Alberto le señalaba el teléfono al joven recepcionista y decía entre dientes: “¿Hay operativo en el hotel? ¿hay sicarios? ¡Ayuda!, ¡ayúdame, por favor!”.
El muchacho recepcionista, sin alterarse y en completa calma, observaba el episodio. Juan Alberto, lloroso, le pasó el teléfono por la ventanilla, aún con la voz de aquél hombre amenazando y ordenando; en seguida, el joven le colgó.
El silencio reinó por segundos. Esa llamada era “el seguro de vida” de Juan Alberto y Patricia, quien estaba resguardada en la habitación.
JA: “Me puse paranoico al momento que colgó. Le exigí que me pasara a algún lugar seguro, allá junto a él, detrás de la recepción”. Las peticiones fueron ignoradas.
JA: “Le exigí que llamara al encargado o gerente”.
Llegó. Un señor como de unos 55 años de edad, con acento español y, en completa calma igualmente, también dentro de la recepción, sólo contempló a Juan Alberto.
JA: “Necesito un lugar seguro, ¡ya! ¡Hay sicarios en el hotel, hay un operativo!”.
En ese momento el elevador, que estaba a unos diez pasos de la recepción, del lado derecho, timbró; salieron dos hombres del mismo y, sin novedad, pasaron de largo.
JA: “Sentí que esos sujetos eran los sicarios y que dispararían. Estaba en medio del lobby, solo y siendo un blanco fácil”.
Por el otro lado del elevador, en el flanco izquierdo de Juan Alberto, salieron otras dos personas rumbo a la calle, quienes sólo voltearon a verlo ante la súplica que hacía a los encargados.
De la misma manera, el señor ignoró aquella petición y se limitó a decir: “tranquilo, no pasa nada, fue una llamada de extorsión”.
Para entonces, “Paty” ya estaba también en el lobby. Solos, ambos en plena crisis nerviosa; gritando y rogando que los llevaran a un lugar seguro. La petición nunca fue atendida por los dos sujetos, quienes los miraban con suma tranquilidad, pese a que dos de sus huéspedes pedían ayuda a gritos, justo cuando libraban un “secuestro virtual”.
JA: “Llame a la policía, ¡ya!”.
El adulto se comunicó por radio con otro trabajador que era el encargado de recibir los autos en el garage, o al menos así hizo notar.
Quizá pasaron otros 30 minutos, cuando Juan Alberto recuperó el teléfono que había colgado el joven de recepción. En seguida prosiguió a una parte clave de aquella noche de pánico: la entrevista a los dos sujetos.
JA: “Puse a grabar mi celular y comencé con la entrevista”.
Ellos seguían atrás del cristal de la recepción, sólo observando, sin inmutarse. El celular yacía en la ranura por donde despachan.
Primera pregunta, la revelación
JA: “¿Hay alguna manera de que una llamada del exterior entre al teléfono fijo de una habitación de manera directa, sin pasar por recepción?”.
Señor (encargado del hotel): “No”. Esa fue la respuesta también del recepcionista. Incluso, al insistirles, la respuesta fue negativa, relata Juan Alberto.
Esto obligó a pensar que el “secuestrador” o “extorsionador” tuvo que forzosamente llamar a recepción, interactuar con el encargado, identificarse, y ser comunicado, sin previo aviso, a la habitación, quizá ya elegida desde la llegada de Juan Alberto y Patricia.
Pregunta dos: “¿Entonces cómo entró esa llamada a mi teléfono?”.
El señor matizó su respuesta y sugirió que “con los avances de hoy en día (…)”.
Pregunta tres: “¿Esto ha pasado alguna vez aquí?”.
Sin preocupación y desempacho, el joven respondió: “Sí, varias veces, pero no pasa nada”.
De que aparentemente el señor había llamado a la policía, habrían transcurrido más de 30 minutos. Ningún rastro de elementos policiacos había en el lugar, a pesar de ser una zona transitada y de fácil acceso.
JA: “Me desesperé y salí a la calle, a plena Calzada de Tlalpan a solicitar ayuda. Cinco minutos después, paré una patrulla”.
Juan Alberto, aún aturdido, explicó lo sucedido a un par de elementos de la Secretaría de Seguridad Pública capitalina, quienes no supieron qué hacer y optaron por llamar a un superior. Una mujer policía, identificada como jefa de zona, arribó al sitio.
JA: “Me sugirió que podía ir a interponer una denuncia, aunque no sabía contra quién pues se trataba de una extorsión”.
Juan Alberto le volvió a reseñar lo sucedido.
JA: “Le exigí que me sacaran del hotel y me escoltaran a mi casa”.
Los policías no entraron a las instalaciones y solamente aguardaron afuera del hotel. Tres unidades y alrededor de ocho elementos en el lugar.
JA: “Los hombres encargados sólo nos veían, sin salir de recepción, sin algún gesto de preocupación, sin novedad. Nunca salieron de ese lugar y siempre con aparente calma. Entré de nuevo, subimos por nuestras cosas, tomamos el auto y nos salimos”.
Casi tres horas después, pasada la 1 de la madrugada, dos unidades de la policía esperaban afuera de las instalaciones. Los escoltaron todo calzada de Tlalpan, pasaron el Estadio Azteca, y enfilaron hacia Periférico. Ahí los dejaron, pues alegaron que no podían salir de su zona de trabajo.
JA: “Finalmente fui a dejar a mi pareja y me retiré a casa. Temblando, comí un pan, dicen que es bueno para el susto”.
Un par de días después, Juan Alberto, pasado el pánico, revisó la llamada de su celular. La lada y número del teléfono del que le hablaron correspondía al estado de Tamaulipas y confirmó: lo ocurrido aquella noche había sido un “secuestro virtual”.

Fuente : Proceso.

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