DF. Miles marchan en repudio al gobierno por caso Ayotzinapa. | Foto: Hugo Cruz |
que desde lo simbólico desestabilizan la perniciosa hegemonía de los discursos oficiales. En medio de un panorama literario dominado por obras comerciales despolitizadas, frívolas e irrelevantes, volver a pensar políticamente desde la literatura puede resultar una operación crucial para hacer visible la violencia de Estado y desafiar, como en el caso de Ayotzinapa, la más brutal dimensión criminal del poder oficial.
Ante los más de 100 mil asesinatos y 30 mil desparecidos que arrojó la supuesta “guerra” contra las drogas del presidente Felipe Calderón, la narrativa mexicana no ha estado a la altura de la catástrofe política que se esconde en aquello que con exceso de soltura nombramos “narco”. Autores como Élmer Mendoza, Juan Pablo Villalobos, Alejandro Almazán y Bernardo Fernández BEF, entre otros, no han hecho sino reproducir el discurso oficial que atribuye la violencia a una constante lucha de cárteles de la droga que simultáneamente desafían e incluso rebasan el poder del Estado. Como es recurrente en la música popular, el cine y el arte conceptual sobre el narco, la mayoría de las narconovelas escritas en la primera década del siglo XXI abordan el fenómeno neutralizadas políticamente. Esto es el resultado de un habitus en el campo literario que premia las representaciones del narco que son consecuentes con la visión oficial que a diario refuerzan los principales medios de comunicación dentro y fuera de México.
Apenas unas cuantas semanas después del crimen de Ayotzinapa ocurrido el 26 de septiembre, el repudio nacional e internacional consiguió lo que no fue posible articular durante todo el sexenio de Calderón: un cortocircuito en la dominante hegemonía que responsabiliza a un abstracto “narco” de la violencia de Estado. Como anota Óscar de Pablo, la “probable colaboración del crimen organizado con la policía de Iguala en este ataque ha contribuido a oscurecer la naturaleza específicamente política de este crimen”. Pese a ello, las familias de las víctimas, junto a numerosos intelectuales, periodistas y activistas han rechazado con firmeza la tesis oficial que atribuye la desaparición de los normalistas a una impersonal acción del narco. También han resistido los intentos del Estado por posicionarse simbólicamente del lado de la sociedad civil, como en su momento sí logró hacerlo, cuando el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, encabezado por Javier Sicilia, se reunió con el presidente Felipe Calderón legitimándolo como una autoridad todavía viable.
A la par de este extraordinario momento de repolitización, aguardamos ahora una literatura con la misma voluntad crítica de someter a juicio la violencia de Estado. En la espera, la obra de Daniel Sada ya arroja claves útiles para comprender nuestras circunstancias actuales. Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe (1999) toma lugar en el ficticio pueblo de Remadrín, en el estado norteño de Capila y en un país llamado, no sin ironía, Mágico. En el centro de la historia se encuentra el descarado fraude electoral perpetrado por el alcalde Romeo Pomar, un siniestro político al servicio de las élites de su partido. Frente a los ciudadanos, un comando armado roba las urnas en plena jornada electoral. Aquí comienza la parte álgida de la trama: una protesta masiva que pretende llevar su indignación hasta la capital del estado es reprimida con una sangrienta masacre planeada por el gobernador.
Al avanzar por los caminos de terracería de la zona, el chofer de la camioneta cargada de cadáveres se desorienta y termina en un peligroso cañón con curvas cerradas. Mientras, el conductor y sus ayudantes se entretienen contando chistes hasta que desciende sobre ellos una parvada de buitres que se lanza a devorar los cadáveres. Todos comienzan a rezar:
“De repente un costalazo, otro, pero posmo al doble. Y de ahí para delante más enfáticos los rezos siendo que los rezadores creían oír casi a coro las voces de los cadáveres diciendo: ¡Tápenos!, ¡tápenos! Al caído lo notaron, pero otra maldita curva ex profeso lo borró, otrosí: un problema menos, pues no lo recogerían.”
La cobardía y la indiferencia deshumanizan al chofer y a sus ayudantes que deciden abandonar los cuerpos caídos a la rapiña de los buitres. Para encubrir el crimen, el gobernador del estado trama la renuncia forzada y la eventual desaparición del alcalde. Y para retomar el control del consternado Remadrín, el gobernador ordena la ocupación militar de las calles. Contingentes de soldados bloquean los caminos e impiden la entrada de alimentos. Los habitantes del pueblo no tienen otra opción que abandonar sus casas para sobrevivir en otras comunidades de la región. Trinidad y Cecilia, protagonistas de la novela, huyen sin noticia del paradero de sus hijos, Salomón y Papías, quienes desaparecieron durante la matanza.
En una reseña, el crítico Christopher Domínguez Michael considera que Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe está más allá del fin y de los medios, de la política y de la ética, al manifestarse en un concierto casi insoportable de palabras, palabras sometidas a todas las acepciones y las declinaciones, donde sólo la apariencia es vernácula, pues estamos ante la más “artística” de las prosas.
Este tipo de lectura opera un desplazamiento de las dimensiones políticas y éticas de la obra de Sada para privilegiar el análisis de sus mecanismos formales, como si fuesen extremos irreconciliables de un objeto literario escindido. Pero nunca hay un “más allá” de la política en la literatura: todo texto literario surge de una red de significación ideológica que siempre tiene un trasfondo político. El lector actual de la novela de Sada encontrará paralelos sorprendentes con la atrocidad de Ayotzinapa: el alcalde de Remadrín es inculpado como el principal autor intelectual de la matanza, al igual que el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, quien junto con su esposa, María de los Ángeles Pineda, han sido responsabilizados por la desaparición de los normalistas. La participación de la policía y el ejército resuenan igualmente entre la novela y la represión en Guerrero. Esto puede explicarse principalmente porque el caso de Ayotzinapa se inscribe en el monopolio de la violencia legítima e ilegítima que el Estado mexicano ha ejercido invariablemente a pesar de las discontinuidades políticas entre sus gobiernos. Así lo nota Carlos Montemayor en su libro póstumo La violencia de Estado en México. Antes y después de 1968 (2010): la violencia de Estado en los movimientos sociales mexicanos del siglo XX se desplegó en una amplia gama de regiones y sectores sociales tanto en los contextos de prevención, contención, represión o persecución de procesos de inconformidad social, como en su canalización contra núcleos sociales vulnerables, sectores gremiales, regiones aisladas, comarcas, partidos políticos, movimientos subversivos, manifestaciones populares.
Entre Tlatelolco, el Jueves de Corpus y Ayotzinapa median importantes matices políticos, pero el crimen de Estado opera de modos análogos. No obstante, al volver al contexto histórico que separa a la novela y el presente de Ayotzinapa, dos diferencias surgen de inmediato: el gobernador de Capila en la novela de Sada no sólo no renuncia a su cargo –como sí lo hizo Ángel Aguirre, el gobernador de Guerrero– sino que castiga al pueblo entero hasta orillar a sus habitantes al exilio. La novela de Sada responde así con precisión a una etapa anterior de la historia del Estado mexicano: los últimos años de los represivos gobiernos del PRI. A eso se debe que en la lógica de la novela resulte verosímil que el gobierno estatal, protegido en la impunidad absoluta y sin la desbordante información que hacen circular ahora las redes sociales en internet, permita entregar los cadáveres de la masacre a sus familiares y después decida mejor destruir al pueblo entero.
Como lo ha estudiado ampliamente el sociólogo Luis Astorga, el Estado policial del PRI fue gradualmente desmantelado y reemplazado por los gobiernos de la supuesta alternancia democrática sin una clara política antidrogas. La ausencia de una estrategia federal permitió la asimilación del narco a estructuras de poder locales consolidadas entre gobernadores, procuradurías estatales y empresarios en estados como Tamaulipas, Chihuahua, Michoacán, y desde luego, Guerrero. En ese contexto, cuando Daniel Sada vuelve a escribir sobre la violencia y el poder oficial, el país se encuentra en medio de la llamada “guerra” contra el narco emprendida por el presidente Calderón, que puede entenderse como el fallido intento por recobrar la soberanía del Estado sobre el narco que el PRI detentó durante décadas.
Con su novela póstuma El lenguaje del juego (2012), Sada posiciona al lenguaje mismo como el dispositivo esencial que vuelve legible el fenómeno, es decir, siguiendo al filósofo francés Jacques Rancière, el lenguaje como la verdadera plataforma que condiciona lo que se dice y lo que se ve del narco. En la serie de televisión estadunidense The Wire, la palabra juego (“game”) designa al circuito de distribución y venta de droga que directa o indirectamente se integra a las redes de poder de la clase política, empresarial y policial de la ciudad de Baltimore. En la novela de Sada, ese juego parece indistintamente político y criminal, en el cual los caciques locales comercian con droga entre otros negocios al amparo del poder oficial, local y federal. El lenguaje construye aquí una realidad que determina las condiciones del juego, o dicho de otro modo, las reglas de enunciación del narco que crean la ilusión de comprender las causas de la violencia.
La novela ocurre en el imaginario pueblo norteño de San Gregorio, cuya pronunciación continua –sangre-gorio– cobra sentido cuando se convierte en el epicentro de una sangrienta guerra entre grupos criminales que se identifican de inmediato como “cárteles”. Los primeros brotes de violencia escalan repentinamente tras el asesinato del presidente municipal, homicidio que ocurre justo después de que el ejército federal había ocupado la zona varias semanas. Vale la pena detenerse en un pasaje significativo:
“Ya de por sí se obviaba que un cártel poderoso tenía la pretensión de adueñarse de ipso de ese pueblo con visos de ciudad, que porque les cuadraba reteharto. […] Bien visto ese lugar, pronto llegaría a ser un centro fabuloso para traer, guardar y distribuir droga. […] y teniendo esos jijos al nuevo presidente de su lado, pues, ¡claro!, más fácil todavía. ¿Quién sería el interino? Alguien que ellos nombraran, por supuesto […] Extensa conjetura no tan desatinada.”
Como ocurre con todas las novelas de Sada, la voz narrativa funciona como un personaje más que contribuye a producir el sentido general de la trama pero también a desestabilizarlo. En la cita anterior, se “obviaba” que un nuevo “cártel” será respaldado por el nuevo presidente municipal que los narcos mismos nombrarían. La “extensa conjetura”, como la llama el narrador, coincide al nivel del lenguaje con la narrativa oficial del narco que el gobierno de Calderón defendió hasta el final de su sexenio: poderosos cárteles luchan entre sí por el control de plazas valiosas para el tráfico de drogas. En la novela de Sada, ese es el lenguaje del juego. La acción misma, sin embargo, muestra a los lectores una realidad distinta: en el polvoriento e insignificante San Gregorio la ocupación del ejército precedió a la confrontación entre dos grupos criminales. En medio de la guerra, los supuestos “cárteles” designan a dos organizaciones armadas que se atacan entre sí mientras que el ejército permanece como un observador pasivo, como esperando el resultado de esa confrontación para continuar con el “juego”. Y así, como anota Juan Villoro, en la novela de Sada “sobrevienen intrincadas peripecias donde todos los partidos políticos, la Iglesia, la policía y las familias fomentan el delito”.
Las represiones políticas perpetradas por el PRI fueron narradas durante la segunda mitad del siglo XX por escritores como Elena Poniatowska en La noche de Tlatelolco (1971), Vicente Leñero en Los periodistas (1978) y Víctor Hugo Rascón Banda en Contrabando (2008), quienes consiguieron articular una crítica efectiva de la violencia de Estado. Junto a estas obras, resulta crucial también releer la apasionada denuncia que Carlos Montemayor consiguió transmitir en Guerra en el paraíso (1991) para consignar los crímenes que el gobierno federal cometió para exterminar a la guerrilla del profesor normalista Lucio Cabañas. Nuestra literatura actual tiene ahora la enorme tarea de retomar el legado crítico de la literatura mexicana ante la nueva emergencia en el estado de Guerrero para someter a un examen simbólico los bordes criminales del poder oficial.
En esa dirección, volvamos a la primera página de Porque parece mentira, la verdad nunca se sabe para observar el trayecto de ese terrible camión que reparte los cadáveres de las víctimas del Estado. Quince años después de la publicación de la novela de Sada, nos inquieta leer que la trama comienza justamente cuando los cuerpos ultrajados por la impunidad y la indiferencia son devueltos a sus familiares. Entre el horror de esa brutal masacre imaginaria hubo todavía personajes que sintieron el básico deber de entregar los muertos a sus deudos. En el presente real del Estado mexicano, nadie ha sido aún capaz de ese mínimo gesto de humanidad que por ahora sólo parece posible en las páginas de una novela. Esperemos en tanto que en alguna parte de México alguien haya por fin comenzado a narrar nuestra nueva realidad.
(*) Oswaldo Zavala es doctor en letras hispánicas por la Universidad de Texas en Austin y en literatura comparada por la Universidad de París III, Sorbonne Nouvelle. Es profesor asociado de literatura latinoamericana en el College of Staten Island y en The Graduate Center, City University of New York (CUNY)
Fuente : Proceso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario