Desde la década de los ochenta, los gobernantes dejaron de
ser los custodios de la nación para convertirse en gestores del dinero.
Abandonaron la idea del Estado como responsable de la seguridad, la paz
y el equilibrio de la sociedad para convertirlo en una agencia del
crecimiento económico. Esta noción, que supedita todos los ámbitos de la
vida humana al aumento indiscriminado de bienes y servicios para el
consumo, ha generado después de 30 años un desequilibrio social y
político que se parece más al infierno de los campos de trabajo del
nazismo y del sovietismo que a una vida en sociedad.
Rocha |
Desde hace tres décadas, los
gobernantes de México no han hecho otra cosa que: 1) eliminar los
mecanismos de regulación económica; 2) privatizar las empresas del
sector público; 3) borrar las fronteras que protegen a las economías
locales, en beneficio de los capitales y de las mercancías de las
grandes empresas; 4) recortar la inversión social; 5) incentivar la
inversión privada mediante la supresión de las medidas que amparan a los
trabajadores; 5) liberar de impuestos y obligaciones ambientales a las
industrias.
El resultado está a la vista: destrucción cada vez mayor
de los ámbitos y de los saberes comunitarios;
crecimiento de grandes
capitales privados, legales o ilegales; reducción de la gente y de sus
territorios a recursos explotables; hordas de despojados que forman
parte de los ejércitos de reserva de las grandes industrias o del crimen
organizado; frustración, miedo, odio, desconfianza; en síntesis, un
campo de concentración al aire libre donde el ser humano, sometido a una
instrumentalidad brutal, es gestionado como una cosa por el Estado para
maximizar el capital. Puede tomar la forma de un empleado, de un
desempleado, de un sicario, de un secuestrado, de un desaparecido, de un
migrante, de una esclava sexual, de un ser aterrado, de cualquier cosa,
siempre y cuando sirva para mantener el rumbo del desarrollo. Para los
gobernantes, sean de izquierda, de derecha o de centro –el dinero iguala
todo–, el asunto es el mismo: administrar el infierno en el que han
convertido al Estado y aparentar, bajo un sistema de leyes viejas y
nuevas, que pueden hacer convivir el derecho con la explotación. Nunca
un Estado ha hablado tanto de derechos humanos, promulgado tantas leyes y
creado tantos programas para su protección, al mismo tiempo que genera
más dolor, muerte, ausencia de derecho y espanto.
Hay, en este sentido, una íntima relación entre las
reformas estructurales –que han avalado todos los partidos–, el
incremento del crimen y el montón de leyes y programas sociales que día
con día se gestan para proteger los derechos. Estos últimos, en la
lógica del desarrollo, son también parte de la gestoría y funcionan como
pantallas fantasmagóricas que, al ocultar la perversión del Estado,
revelan en realidad el hecho de que los ciudadanos estamos completamente
abandonados y que nuestra verdadera condición es la de víctimas reales o
potenciales, es decir, de instrumentos gestionables, como animales de
rastro, en los procesos del desarrollo y de la maximización de
capitales.
La prueba más clara es que al lado de la gran cantidad de
leyes, reformas, comisiones y programas creados para atender los
derechos humanos y la pauperización, no sólo continuamos teniendo 95% de
impunidad en los delitos y un crecimiento brutal de la miseria (más de
50 millones de personas), sino que la gente afronta una gran inseguridad
y desempleo. La Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre
la Seguridad Pública, realizada por el INEGI, reportó, en 2013, que lo
que causa más preocupación a los ciudadanos es, primero, la inseguridad:
44% percibe su localidad o colonia como insegura; 63% su municipio;
72.3% el país entero; 75.6% piensa que puede ser víctima de por lo menos
un delito. Después, el desempleo: 46.5% no sólo lo teme, también lo
vive.
Estos datos muestran en qué grado los gobiernos se han
vuelto gestores de un infierno que, sólo en las últimas dos
administraciones, tiene en su haber 100 mil muertos, 24 mil
desaparecidos y 500 mil desplazados; cifras que aumentan día con día.
Evidencia también que el Estado, tal y como fue concebido por la
modernidad, ha dejado de funcionar y se ha vuelto contraproductivo, ya
que ha comenzado a servir a los fines contrarios para los que se creó:
en lugar de dar seguridad da inseguridad; en lugar de paz, guerra; en
lugar de justicia, injusticia; en lugar de trabajo, desempleo; en lugar
de gobierno, gestorías de los capitales globales para la explotación, el
crimen y el uso de sus ciudadanos y sus territorios.
Hace siglos, Dante tuvo una visión del Infierno. En el
octavo círculo, el destinado a los fraudulentos –entre los que se
encuentran los políticos corruptos y los malos consejeros culpables de
las guerras civiles–, vio al monstruo que lo administra: Gerión. Su
fisonomía, “imagen –dice el poeta– sucia del fraude”, es la misma que la
de nuestros políticos y gobernantes: el rostro de la honestidad y el
cuerpo de una serpiente cuya piel multicolor simboliza las mil formas
del engaño.
Pero nosotros no pertenecemos a ellos. En cada movimiento
social que, como el zapatismo, ha decidido darle la espalda, se escucha
resonar lo nuevo que adviene siempre en las épocas de grandes penurias.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San
Andrés, detener la guerra, liberar a todos los zapatistas y atenquenses
presos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a
gobernadores y funcionarios criminales.
Fuente : Proceso.
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