Osorio y Peña en el anuncio después de la captura de Joaquín "El Chapo" Guzmán. Foto: Benjamin Flores |
Hoy en día no queda nada de eso. Las acciones y las palabras que debían renovar nuestro pasado están vacías, y el país, fuera de los intentos de acción y palabra de algunos movimientos sociales, está, bajo el imperio de la violencia y la inanidad de sus políticos, destruido, desarticulado, roto, reducido a la impotencia.
La causa, por un lado, es la ausencia de organización social. No hemos sido capaces, desde el
levantamiento zapatista y el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) –los dos movimientos que en los últimos 20 años generaron acciones dignas de reactualizar nuestro pasado y de ser recordadas–, de mantener la cohesión organizativa, lo que Arendt llama la potencia. Por el otro, un ejercicio sistemático y brutal de violencia que es propio de las tiranías y que, a fuerza de ejercerse, destruye cualquier posibilidad de potencia, de fuerza de cohesión.
Esa violencia, habría que decirlo, no es de hace unos sexenios; ha estado, por desgracia, gestándose enmascarada bajo las grandes acciones de nuestra historia. El PRI, que se apoderó de ellas, las institucionalizó y creó, fuera de cualquier renovación de la acción y sus palabras, una cultura política basada en el clientelismo, la corrupción, el uso patrimonial de los seres humanos y sus territorios, la violencia como modo de control social y político, y la degradación de la palabra, que ha sido usada para mentir, encubrir falsas políticas, distorsionar la historia y justificar u ocultar atrocidades. Con ello generó, en realidad, una tiranía o, para usar la terminología de Vargas Llosa, una “dictadura perfecta”, una “dictablanda” con rostro democrático.
El PRI, en este sentido, no es un partido político, sino una cultura que se continuó en todos los partidos que conforman nuestra falsa democracia. Su característica consiste no sólo en aislarse de sus ciudadanos (entre lo que la ciudadanía quiere y necesita, y la tiranía de nuestras partidocracias, no hay punto de contacto), sino también en aislar a éstos entre sí mediante la violencia, la inseguridad, el temor y la sospecha entre ellos. Las tiranías no son, en este sentido, “una forma de gobierno entre otras: contradicen la condición humana de pluralidad, diálogo y comunidad de acción, que es la condición de todas las formas de organización política” (Arendt), y generan, mediante la instalación de la impotencia, una destrucción sistemática de la vida de la nación. Bajo las tiranías, los ciudadanos pierden su capacidad humana para actuar, recordar el sentido de su existir dentro de un común y hablar juntos.
Esta forma de la tiranía ha adquirido en México un nuevo sesgo. Hasta Miguel de la Madrid era el monopolio de una clase política que, mediante el clientelismo, la cooptación, la violencia y el desmantelamiento de cualquier forma de organización política, fingía preservar las acciones que, desde la Revolución, fundaron el México moderno. A partir de él, la tiranía se volvió el monopolio de diversos grupos que, enquistados en el aparato político, han destruido, a fuerza de poder y dinero, cualquier sentido del común. Su universo ya no es el de la apariencia de un orden social y de una memoria de la historia y de sus grandes acciones, sino el caos perpetuo de la violencia; el saqueo y la instalación, casi absoluta, de la fragmentación; la desconfianza en la potencia social, y el temor bovino de una ciudadanía que cree que porque insulta y se burla en las redes sociales o crea una nueva ONG o un movimiento parcial ejerce una acción política y gesta una acción refundadora de la nación y una palabra que la reactualice.
La tiranía que hoy vivimos, consecuencia de la vieja forma priista, no se llama Calles, Díaz Ordaz, ni siquiera Echeverría –esa tiranía guardaba, en su inanidad, una máscara de sentido anclada en la usurpación de una historia de grandes acciones que le dio origen. Se llaman Salinas de Gortari, Fox, Calderón, Peña Nieto, Graco Ramírez, Javier Duarte, El Chapo, El Azul, Beltrán Leyva, el PRI, el PAN, el PRD, el Partido Verde, Los Zetas, Los Rojos, Nueva Generación, Guerreros Unidos, gentuza vacía de cualquier grandeza política; criminales cuya única diferencia es su legalidad o su ilegalidad. Bajo su miseria y destructividad aún habitan ciertas organizaciones sociales que aguardan la posibilidad de la potencia que haga posible la acción política. “El arte de la política –nos recuerda Arendt, parafraseando a Demócrito– (debe) enseñar a los hombres lo que es grande y radiante (…) En la medida en que la polis (la vida política) está allí para inspirar la audacia de lo extraordinario, todo en ella está seguro; si perece, todo está perdido”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés; detener la guerra; liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado y a todos los presos políticos; hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, y devolverle su programa a Carmen Aristegui.
Fuente : Proceso.
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