Peña, Carstens y Videgaray. Previsiones erradas. Foto: Octavio Gómez |
Más allá de que no hay
compromisos específicos ni metas precisas que cumplir, sino únicamente
promesas y declaraciones sin el respaldo de datos duros, hay al menos
tres buenas razones para desconfiar de las mismas: una, la imposibilidad
real de avanzar en dichas promesas en los últimos 30 años, desde la
instauración del actual modelo de desarrollo económico; dos, la ausencia
de estudios serios y claros que permitan saber con certeza que las
reformas contribuirán a fortalecer (y no a debilitar) la recaudación
fiscal; y tres, la falta de evidencia de que las reformas tendrán el
impacto esperado en las condiciones mundiales y nacionales presentes.
En cuanto a la segunda, el problema tiene que ver con la
dependencia fiscal del petróleo, ya que más de la tercera parte de la
recaudación del gobierno federal proviene precisamente de un régimen
impositivo que sangraba la economía de Pemex y le impedía mantener un
desarrollo saludable. Con la reforma energética se aprobó un nuevo
régimen fiscal para la paraestatal, lo que impactará directamente en los
ingresos de la federación. De ninguna manera dicho régimen puede ser
compensado con los ingresos adicionales que se atribuyen a la reforma
fiscal; así habrá un déficit de ingresos que tendría que llenarse, y de
acuerdo a los postulados –ya que públicamente no se conocen proyecciones
o corridas de estimados– incluso superar la recaudación actual.
De no cumplirse esta previsión, las consecuencias serían
catastróficas para la apuesta económica y social del gobierno de Peña
Nieto, pues desequilibraría las finanzas públicas con dos posibles
impactos: que se suspenda o disminuya el programa de construcción de
infraestructura y/o los programas sociales, so pena de incurrir en un
déficit presupuestal permanente y creciente que acabe con romper la
llamada estabilidad macroeconómica, el único logro del modelo
neoliberal.
En cuanto al tercer aspecto, aunque los supuestos de los
defensores del modelo sean acertados, hay muchas consideraciones que hay
que incorporar en la coyuntura actual: primero, el país aprueba las
reformas 30 años después de lo que lo hicieron los pioneros, cuando
éstos ya están realizando enmiendas y modificaciones importantes;
segundo, el mercado de hidrocarburos –la principal carta dentro de las
reformas estructurales– hoy es de compradores y no de proveedores, por
el vuelco radical que implica que el principal consumidor (Estados
Unidos) no sólo sea autosuficiente sino que se haya convertido en
exportador, esto sin considerar el desarrollo y expansión de las fuentes
de energía alternativa; tres, la debilidad e inestabilidad de la
economía mundial; cuatro, la debilidad del mercado mexicano como
resultado de tres décadas de crecimiento muy limitado; cinco, las
deficiencias estructurales de la economía mexicana; sexto, la debilidad
del Estado mexicano, evidente en su incapacidad para controlar la ordeña
de combustibles de los ductos de Pemex (operación que es técnicamente
muy fácil de detectar) y mantener el control en todo el territorio
nacional, entre otros; y, finalmente, la galopante corrupción que puede
ser determinante para inhibir la llegada de capitales internacionales
por los altos costos inherentes a la misma.
Pero, suponiendo sin conceder, que todas estas reservas
son superadas y las reformas estructurales detonan el crecimiento del
PIB, tal como anuncian sus promotores, particularmente el gobierno, la
realidad es que esto casi seguramente generará, como ya lo hizo durante
la llamada época del “milagro mexicano”, mayor corrupción y más
desigualdad socioeconómica.
A pesar de lo pregonado por el gobierno y los partidos
integrantes del llamado Pacto por México, las reformas al Estado
mexicano no tan sólo no lo fortalecen, sino que lo debilitan, como es
evidente sobre todo en la ausencia de estado de derecho y la atención de
las necesidades sociales de amplios sectores de la población mexicana.
Y, paradójicamente, las reformas pendientes tienen que ver
con las normas que establecen límites a los excesos, abusos y
perversiones del poder, como son las de transparencia, lucha
anticorrupción y leyes reglamentarias de los artículos 6 y 134
constitucionales, por lo cual no existe el andamiaje para frenar el
impacto que sobre la corrupción tendría la bonanza económica que se
generaría.
Y, por otra parte, sin las políticas públicas adecuadas la
mayor generación de riqueza simplemente provocará mayor concentración
del ingreso en unos cuantos, pero no mejoras en el bienestar de la
mayoría.
Fuente : Proceso.
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