Peña durante la promulgación de las siete nuevas leyes en materia de anticorrupción. Foto: Octavio Gómez |
Se concretó la convocatoria al periodo extraordinario del Congreso para aprobar una parte del paquete legislativo anticorrupción; la PGR interpuso acciones de inconstitucionalidad contra los llamados sistemas de blindaje de los gobernadores de Veracruz, Quintana Roo y Chihuahua; Peña ungió en la presidencia del Comité Ejecutivo Nacional del PRI a Enrique Ochoa Reza, parte de este primer círculo, y dispuesto a enarbolar la bandera anticorrupción; y, desde luego, se decidió que el mismo presidente encabezara dicha cruzada.
Aunque en los discursos oficiales (el de Ochoa Reza y el de Peña Nieto) únicamente se reconoce la corrupción en las instancias estatales y municipales, ellos sabían que el tema cobró la máxima relevancia, nacional e internacional, principalmente por los escándalos del gobierno federal, por lo cual se requería un golpe mediático espectacular para proyectar la imagen de que el mismo presidente lideraría dicho combate.
Para ello, qué mejor que hacer algo totalmente inusual, prácticamente sin antecedentes, como el que un jefe de Estado pida perdón por alguno de sus actos. El escándalo de la “Casa Blanca” estaba dibujado: vinculado con la lucha anticorrupción, según el presidente, sus asesores jurídicos y hasta el exsecretario de la Función Pública, el acto era plenamente apegado a derecho, pero había provocado indignación en la sociedad. Lo retomaron y ocuparon los principales espacios en los medios nacionales.
Sin embargo, más allá del impacto mediático, las incongruencias entre el discurso y la realidad son inocultables. Primero, el presidente promulga una legislación que le es inaplicable; en México, el titular del Ejecutivo federal no puede ser juzgado por actos de corrupción, pues el párrafo segundo del artículo 108 constitucional es enfático: “El Presidente de la República, durante el tiempo de su encargo, sólo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común” y, de acuerdo con las leyes, ninguno de los delitos vinculados a la corrupción son calificados como graves. Esto contrasta con lo que sucede en otros países. Basta revisar los acontecimientos en curso en Guatemala y Brasil.
Segundo, prometen acabar con la impunidad, pero hasta el momento todas las investigaciones de las autoridades responsables (como la del entonces titular de la SFP, Virgilio Andrade) de sancionar a los funcionarios federales que incurren en responsabilidades administrativas, económicas y penales por los escándalos de corrupción, terminaron en exoneración. El problema, tal como señaló el mismo Peña Nieto, es de percepción o de ética, pero no jurídico, según ellos.
Y para asegurarse de que los funcionarios que los investiguen sean benévolos con ellos, todavía ni siquiera se inicia la discusión de las leyes secundarias que concretarían la transformación de la Procuraduría General de la República en Fiscalía General de la Nación, para darle autonomía del Ejecutivo, con lo cual, aunque el sistema nacional anticorrupción prevé la Fiscalía Especializada en Materia de Corrupción, ésta dependería de una procuradora nombrada y dependiente de Peña Nieto.
Tercero, la PGR interpone acciones de inconstitucionalidad contra los sistemas anticorrupción promulgados en Veracruz, Quintana Roo y Chihuahua por considerar que pretendían blindar a los gobernadores salientes; sin embargo no integra las averiguaciones previas para proceder en las 16 denuncias penales que ha presentado la Auditoría Superior de la Federación por las irregularidades en el ejercicio de más de 10 mil millones de pesos en los últimos años sólo en el caso de Veracruz.
Cuarto, sin profundizar en la barroca estructura de la participación ciudadana en el sistema, hasta hoy es una realidad que los órganos de gobierno de los organismos autónomos están controlados por los entes regulados (en lo electoral, los partidos políticos; en el INAI y el INEGI, el gobierno federal; y así puede seguir la lista), por lo cual dicha participación no es ninguna garantía; pero en este sistema incluso hay una vía que puede resultar todavía más efectiva: los representantes de las instituciones oficiales, quienes nombran al secretario técnico, con lo cual se aseguran el control del sistema.
Pero más allá de estas evidentes incongruencias, suponiendo que el sistema es tan maravilloso como plantearon los discursos de los oradores en el acto de promulgación de las leyes anticorrupción, los priistas, como plantea su flamante dirigente nacional, lo aprovechan para denunciar y sancionar a gobernadores y exgobernadores de su mismo partido por los presuntos actos de corrupción; así, el pretendido impacto positivo puede revertirse cuando las investigaciones (de una fiscalía autónoma) revelen que (al menos) una parte del producto de esa corrupción se utilizó para financiar la campaña electoral de 2012 (precisamente la del entonces candidato presidencial Enrique Peña Nieto) y que quienes implementaron dichas acciones fueron los entonces integrantes de su equipo de campaña, hoy miembros de su gabinete.
Hay que recordar que entre los eventos sospechosos que se detectaron en los primeros meses de 2012 figuraron transferencias bancarias por 50 millones de pesos del gobierno del Estado de México a particulares, presuntamente para destinarlos a la campaña presidencial; o los dos empleados del gobierno de Veracruz que transportaban en un avión –propiedad del mismo gobierno– dos maletas con 25 millones de pesos en efectivo. Una investigación exhaustiva del asunto de las tarjetas Monex y Soriana seguramente conduciría a las arcas estatales, y, por lo tanto, la cruzada anticorrupción puede convertirse en un búmerang que les pegue en la frente.
Pero incluso si las eventuales denuncias e investigaciones no revelan estos vínculos, es imposible pensar que el gobierno federal está libre de corrupción y, por ende, no se ejerce ninguna acción penal contra alguno de los funcionarios de primer nivel; normalmente las campañas anticorrupción las encabezan las fuerzas de oposición, pues incluso con el total compromiso del más alto nivel es difícil garantizar la pureza de un gobierno.
En la desesperación por el derrumbe electoral, Peña Nieto y su primer círculo optaron por una apuesta temeraria y bien pueden darle la puntilla al PRI.
Fuente : Proceso.
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