Un hombre durante una protesta contra Trump en Seattle, Washington. Foto: AP / Ted S. Warren |
Lo mismo sucede en México con otra narrativa de exclusión, segregación y muerte o en los países europeos. El capitalismo que tiene tomado al mundo no sólo es, como lo vio Bauman, líquido; es también, como lo ha develado la vulgaridad de Trump, licuante. De ahí que las palaras “crisis” y “economía” sean usadas por liberales, socialistas y derechistas, ya no como conceptos, sino, dice Giorgio Agamben, como “palabras de orden que sirven para imponer y hacer que se acepten medidas y restricciones que las personas no tienen por qué aceptar”.
“Crisis” desde hace mucho no significa ya una decisión –es su sentido etimológico– que debemos tomar juntos. Quiere decir simple y brutalmente: “Debes obedecer”. Una afirmación que muestra la manera en que el capitalismo y su orden sistémico funcionan y que es tan irracional y vulgar como el discurso de Trump que lo refleja. Para entenderlo hay que volver a las palabras con las que Walter Benjamin lo definió: el capitalismo es una religión, la más feroz e implacable que haya creado el ser humano. Dios no murió; se transformó en Dinero, dice Agamben. En su nombre, que nos promete no la vida eterna, sino la salvación de la abundancia, se sacrifican hombres, mujeres y niños.
Vivimos así un estado de excepción en el que la crisis, como palabra de orden, se volvió la normalidad. En ese nuevo estado de excepción las personas son manipuladas mediante una combinación de violencia, como en los Estados totalitarios, y de excitación mediática de los Estados llamados liberales: terrorismo disfrazado de libertades de mercado.
Pocos, vuelvo a Agamben, saben “que las normas introducidas en materia de seguridad después del 11 de septiembre son peores que las que estaban vigentes bajo el fascismo” italiano, y que los crímenes contra la humanidad que se perpetraron durante el nazismo fueron posibles por el estado de excepción decretado por Hitler bajo el amparo de la Constitución liberal de la república de Weimar que nunca se abolió.
Ese estado de excepción, que hoy lleva por nombre “Crisis”, cuenta, además, con elementos de control que el nazismo nunca tuvo: datos biométricos, videocámaras, celulares, tarjetas de crédito y hackers. “Podríamos afirmar que hoy el Estado considera a cualquier ciudadano como un terrorista virtual” o, como sucede en México, como un criminal que si es asesinado o desaparecido es porque es culpable. Esto, como lo ha anunciado el discurso de Trump, empeorará y hará ya imposible “la participación en la política que debería definir la democracia. Una ciudad cuyas plazas y avenidas son controladas por videocámaras” o, es la realidad de México, por los intereses del crimen organizado y las partidocracias, “no es más un lugar público: es una prisión” o un campo de concentración al aire libre.
Vivimos, decía Iván Illich, en una era sistémica y, en su destructividad, apocalíptica y pospolítica. En ella, los excluidos deberían, no luchar por enchufarse al sistema, que sólo les deparará la vida en una prisión o en un campo de concentración al aire libre, sino construir en las márgenes del sistema. En esas orillas se puede, con creatividad y crítica –es decir, escapando al dogma religioso del capitalismo de que fuera de la crisis no hay salvación–, crear formas de vida autónomas, barriales y comunitarias que permitan, como lo hacen los zapatistas, recuperar una vida política más allá de la catástrofe.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de Jojutla.
Fuente : Proceso.
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