Una ofrenda dedicada a los normalistas desaparecidos en Iguala, Guerrero. Foto: AP / Rebecca Blackwell |
Una de ellas fue la creación de grupos paramilitares para desestabilizar y reprimir al movimiento. Fue el caso
de la matanza de 45 indígenas en Acteal, incluidos niños y mujeres embarazadas, el 22 de diciembre 1997.
Esa masacre, que ha perseguido a Zedillo incluso judicialmente, exhibió a México y lo colocó en el plano internacional, toda proporción guardada, junto con los crímenes de lesa humanidad que en ese momento ocurrían en Ruanda.
Sin solución hasta la fecha, el conflicto en Chiapas quedó acotado política y geográficamente, a pesar de su gran visibilidad internacional.
El presidente Enrique Peña Nieto vive una crisis peor que la de una declaración de guerra por parte de un ejército irregular con limitada capacidad de operación. No es ya ni siquiera una crisis de inseguridad. Es, en toda su extensión, una crisis humanitaria.
La decisión de su gobierno de solicitar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) asistencia técnica para localizar a los 43 normalistas de Ayotzinapan desaparecidos en Iguala desde el 26 de septiembre es un reconocimiento de que las instituciones del Estado mexicano encargadas de la investigación y procuración de justicia han sido rebasadas.
Los subsecretarios de Derechos Humanos, Lía Limón, de la Secretaría de Gobernación, y Juan Manuel Gómez Robledo, de la Secretaria de Relaciones Exteriores, así como la encargada de la Subprocuraduría de Derechos Humanos de la PGR, Ileana García, tendrán que recordar su visita de este jueves a la CIDH, en Washington, como la de los funcionarios que mostraron ante la comunidad interamericana la vulnerabilidad del Estado mexicano.
Por más que Gómez Robledo diga que la asistencia de la CIDH será sólo un complemento para validar internacionalmente las acciones del gobierno mexicano, como representantes del Estado mexicano, no del gobierno de Peña Nieto, fueron obligados a guardar un minuto de silencio, en plena audiencia, por las víctimas de la inseguridad en México.
Enrique Peña Nieto pretendió que con el silencio iba a administrar la crisis de seguridad en México. Apostó a desvanecer el tema sacándolo de la discusión pública, en sentido contrario a lo hecho por su antecesor, Felipe Calderón, que sólo hablaba para exacerbarlo.
Pero por más apoyo mediático que compró, la realidad se impuso y terminó por exhibir ante el mundo la vulnerabilidad del Estado que encabeza, incapaz de cumplir con su razón de ser: Garantizar la integridad y bienes de sus ciudadanos.
La crisis del Estado mexicano va más allá de la seguridad pública. El México de la segunda década del siglo XXI es tan vulnerable como un país en guerra o cualquier nación con conflicto interno.
Iguala, Guerrero; San Fernando, Tamaulipas; o Allende, Coahuila y cuantas fosas aún están por conocerse en todo el país, demuestran al mundo la pérdida del control estatal en México, ya sea por masacres, desplazamientos, desapariciones, tortura o ejecuciones extrajudiciales a manos de agentes estatales, que por definición son crímenes contra la humanidad.
El poder o la vulnerabilidad de un país dependen de su capacidad militar, su fortaleza económica, la robustez de su sistema político y su imagen en el exterior. Son las cuatro condiciones que internacionalmente se reconocen para garantizar la seguridad y el desarrollo de un país y su población.
A partir de Ayotzinapa, pero no sólo por ello, el mundo hoy sabe que México tiene vulnerabilidades en cada una de ellas.
Fuente : Proceso.
Autor : @jorgecarrascoa
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