En marzo de 2011, Carlos Pascual renunció como embajador de Estados Unidos en México "para evitar asuntos planteados por el presidente Calderón" que podrían distraer la atención sobre los temas importantes de la relación bilateral. (Foto: Cuartoscuro/ Archivo) |
A continuación se reproduce el texto íntegro:
El 24 de enero de 2011 Hillary Clinton llegó a Los Pinos. Caminaba con prisa y no sonreía. El affaireWikileaks había estallado un mes atrás y provocado la ira de los gobiernos de Ecuador, Turquía y Siria. En México las cosas no estaban bien. Además de la preocupación natural que le causaba la revelación de los cables secretos, la secretaria de Estado norteamericano estaba desconcertada. Sabía que la relación entre el presidente Felipe Calderón y el embajador Carlos Pascual nunca había sido la mejor, pero
desconocía el contexto bajo el cual había ocurrido la ruptura definitiva, detonada por la publicación de los memorándums confidenciales y agravada por una mixtura de asuntos políticos y personales. El Presidente entró a la biblioteca, saludó con frialdad y comenzó un largo monólogo. Sacudía las manos y apuntaba con el índice. Después, en distintos momentos, alzaría la voz.
En los días en los que Calderón cumplía cuatro años en el poder, el mundo se enteraba de la existencia de Wikileaks (…).
Los informes que el embajador Pascual había enviado a Washington eran un relato minucioso y crítico del gobierno calderonista y sus instituciones en la guerra contra el narcotráfico. En uno de los despachos, el embajador era severo en sus juicios sobre el Ejército. Lo llamaba parroquial y sostenía que en algunos casos había mostrado falta de valentía para capturar a narcotraficantes de importancia (como en Monterrey, donde dos generales se resistieron a que una unidad especial de militares interviniera para detener a El Gori , el líder de Los Zetas que fue asesinado por una fuerza especial de la Marina). Criticaba la falta de coordinación y las rivalidades entre el Ejército, la Policía Federal y la PGR. Creía que la inteligencia mexicana estaba en paños y que la corrupción era la cabeza de una hidra podrida.
Calderón debió sentir que la sangre le ardía cuando leyó los cables escritos por Pascual. Antes de los informes ya era clara su animadversión hacia el embajador de Estados Unidos.
En una entrevista, Calderón decidió ventilar en público su molestia con Pascual.
–¿Cuál es su opinión sobre los cables de Wikileaks? –le preguntó un periodista.
–El embajador o quienes generaron los cables le echaron mucha crema a sus tacos. Querían levantar sus propias agendas ante sus jefes y han hecho mucho daño por las historias que cuentan, historias que en verdad distorsionan. Yo al embajador no tengo por qué decirle cuántas veces me reúno con el gabinete de seguridad, ni qué digo; la verdad es que no es un asunto de su incumbencia. No acepto ni tolero ningún tipo de intervención.
A través de la prensa, Calderón dirimía un diferendo político y sentaba al embajador de Estados Unidos en un banquillo de acusado. El presidente de la República se conducía con la lógica de un presidente municipal.
En los círculos de la diplomacia mexicana causó desazón la forma en la que Calderón enfrentaba el escándalo Wikileaks. Para la ex canciller Rosario Green y el embajador Jorge Montaño no había nada de raro, irregular ni sorpresivo en los análisis de Pascual sobre la situación del país que después enviaba a su gobierno, como las representaciones diplomáticas de todos los gobiernos en el mundo. Incluso para el embajador Sarukhan resultaba difícil entender la dimensión del enojo de su jefe. ¿No se suponía que escribir memorándums era una de las tareas principales de un embajador? ¿Acaso el gobierno calderonista no recibía informes confidenciales de su embajada en Washington sobre asuntos controversiales de la política norteamericana?
Los gobiernos de Siria, Ecuador y Turquía habían expulsado a los embajadores de Estados Unidos y Calderón parecía decidido a seguir el mismo camino, a pesar de que el presidente Obama y la secretaria Clinton habían conversado con él por teléfono para explicarle que los cables eran privados, que habían sido robados y que su difusión representaba un ataque a la diplomacia norteamericana y a la comunidad internacional. Pese a ello, a lo largo de diciembre Calderón continuó su campaña en contra de Pascual.
Cuando el año terminaba, desde el Departamento de Estado surgió una señal con ánimo conciliatorio: en enero de 2011 la secretaria Clinton llegaría a México en un visita programada para revisar el avance de la Iniciativa Mérida con la canciller Patricia Espinosa. Clinton propuso aprovechar su viaje para reunirse en privado con el presidente. La respuesta de Los Pinos dejó helados a los funcionarios del Departamento de Estado: Calderón no la recibiría.
En Washington, las siguientes semanas continuaron los planes para el encuentro de Clinton y Espinosa. Pero dos días antes de la visita, una llamada desde Los Pinos dio al traste con los preparativos: en el último momento el presidente Calderón había cambiado de idea: recibiría a Clinton.
El Departamento de Estado y la Cancillería encontraron la forma de reducir el programa para que las secretarias y sus equipos pudieran trabajar por la mañana. Más tarde Clinton abordaría un avión privado y se reuniría con Calderón en Los Pinos.
Clinton llegó a Guanajuato la mañana del 24 de enero. Se encontró con la canciller Espinosa y en un receso, cuando todo parecía estar listo para el encuentro en Los Pinos, surgió un nuevo imprevisto que Espinosa tuvo que notificarle a Clinton: el presidente Calderón tenía una condición final para el encuentro que sostendrían por la tarde: que no asistiera acompañada por el embajador Pascual.
Cuando recibió la noticia, Clinton se mostró muy desconcertada. Había hablado con Pascual las semanas previas, tras el estallido de Wikileaks. El embajador le dijo que las cosas no estaban bien, pero no le contó la película completa. No le mencionó su noviazgo con Gabriela Rojas y el vinculo familiar de ésta con el líder de la fracción priista en la Cámara de Diputados y mucho menos que su novia había sido esposa de Antonio Vivanco, jefe de asesores de Calderón. No le mencionó que Calderón y su equipo en la casa presidencial habían reaccionado con molestia a esa relación. Y tampoco le dijo que había pasado más de un año desde su último encuentro privado con el presidente.
Clinton dijo a su equipo que no era momento de reciprocar la actitud de Calderón con un berrinche, así que retiraría de la lista de asistentes al embajador. Pero reviró con una condición: si al encuentro no asistía Pascual, tampoco estaría presente el embajador Arturo Sarukhan.
La canciller Espinosa se comunicó a Los Pinos e hizo saber la propuesta al presidente. Calderón aceptó.
Clinton llegó cuando por los rumbos de Molino del Rey comenzaba a anochecer. En la reunión sólo estuvieron presentes Calderón, Clinton y la canciller Espinosa.
El presidente estaba furioso y no hizo nada por ocultarlo. La reunión debía durar 30 minutos y se extendió una hora y media. Durante todo ese tiempo fue frío y duro en sus argumentos y reclamos. Le contó a Clinton que Pascual había sido invasivo e intervencionista, que sin ninguna consideración y extraordinaria frecuencia opinaba sobre decisiones y acciones tácticas en el combate a los cárteles, y que sus consideraciones sobre el Ejército y las instituciones le parecían erróneas, injustas y ofensivas.
Dijo que no entendía por qué el gobierno de Estados Unidos le pagaba de esa manera si él había hecho hasta lo imposible por cumplir su parte de los compromisos pactados en la guerra contra el narcotráfico. Las extradiciones de narcotraficantes habían roto todos los récords, la Marina y el Ejército habían firmado decenas de protocolos inéditos de cooperación con sus contrapartes norteamericanas y él personalmente había autorizado todas las solicitudes presentadas por la DEA, el FBI y otras agencias para operar sin restricciones en territorio mexicano.
Le recriminó que, en cambio, el gobierno norteamericano no hubiera hecho casi nada para reducir el consumo de drogas en Estados Unidos y frenar el tráfico de armas que abastecían a los cárteles mexicanos. Calderón no sólo fue duro: en distintos momentos alzó la voz.
Clinton quiso explicarle que Pascual había cumplido estrictamente su tarea diplomática, que los cables difundidos por Wikileaks eran memorándums confidenciales, que habían sido robados, y que no representaban necesariamente una fotografía completa del país, sino instantáneas sobre ciertos momentos y circunstancias. En uno de los momentos más intensos de la reunión, la secretaria de Estado quiso persuadirlo de que no era correcta su apreciación, que no lo habían traicionado y que el gobierno de Estados Unidos reconocía su valentía y grandes esfuerzos de su gobierno y las instituciones nacionales para enfrentar al narcotráfico:
–Señor Presidente: no solo somos vecinos y socios. ¡Somos una familia!
Pero Calderón no parecía estar con deseos de escuchar.
No pudieron llegar a un acuerdo sobre Pascual y su misión en México. Pero después de todo sus países eran socios, así que al final convinieron en que a pesar de todo debían seguir trabajando unidos en la guerra contra el narcotráfico, y que ambos gobiernos debían hacer lo posible por remontar el asunto. Por lo menos en ese momento no se decidió la salida del embajador norteamericano.
Al término del encuentro, la secretaria de Estado abordó un vehículo que la condujo al aeropuerto, donde su equipo la esperaba. La vieron llegar sin sonreír. A uno de sus colaboradores le pareció que apretaba los dientes. Parecía de muy mal humor.
Cuando estuvo con su equipo, Clinton alzó las manos al cielo, suspiró y sacudió la cabeza. Sintetizó la reunión con Calderón en una frase:
–It was the worst meeting I have had with a head of state. (Fue el peor encuentro que he tenido con un jefe de Estado).
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Tres semanas después, otro asunto volvía a sacudir la sociedad contra el narco: el asesinato de Jaime Zapata, agente del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), a manos de Julián Zapata, un sicario de Los Zetas.
La ejecución del agente ocurrió cuando Calderón seguía en pie de guerra por el contenido de los cables de la embajada norteamericana y unos días antes de una visita de trabajo a Washington. El gobierno de Washington daba por descontado que Calderón trataría el tema Wikileaks en la reunión privada con el presidente Obama, pero la secretaria Clinton creía que la reunión de Los Pinos, un mes atrás, había logrado apaciguar los ánimos del presidente.
Clinton se equivocaba.
Tan pronto del avión presidencial descendió en la base Andrews una tarde de marzo de 2011, Calderón lanzó las primeras señales de guerra: asistió a una entrevista en el Washington Post y no esperó a encontrarse con Obama para decirle lo que dijo a los periodistas cuando le preguntaron sobre Pascual.
–¿Ha perdido la confianza en el embajador de Estados Unidos en México?
–La confianza es difícil de ganar y fácil de perder.
–¿Seguirá trabajando con el embajador?
–Es algo que puedo conversar con el presidente Obama.
Por medio del diario estadounidense, el presidente de Estados Unidos se enteró de que el affaire Wikileaks no estaba superado y que Calderón deseaba la cabeza del embajador.
Al día siguiente Calderón se reunió con Obama y formalizó la petición de que Pascual fuese retirado. Obama se refirió al asesinato de Zapata y fue puntual y enfático al exigir a Calderón garantizar la seguridad de los servidores norteamericanos que cumplían una misión en México, e incluso que considerara la posibilidad de que su gobierno permitiera a los agentes que trabajaban en territorio mexicano portar armas para protegerse.
En la conferencia posterior al encuentro, Calderón declaró que su gobierno haría todo lo posible por proteger a los agentes norteamericanos.
El presidente parecía de buen humor. El presidente sonreía.
Pero no todo era sonrisas en la delegación mexicana.
El embajador Arturo Sarukhan estaba muy apenado por el hecho de que Calderón hubiera incurrido en una suerte de albazo al pasar por alto a Obama y exigir la renuncia de Pascual en su encuentro con los periodistas del Washington Post. Al hacerlo había contrariado las más elementales normas de la diplomacia y la racionalidad política. La diplomacia es un juego de dichos y supuestos donde la rumorología tiene el número 10: lleva y trae, desnuda y pica. Así, aseguran que Sarukhan encontró un momento para, dicen, acercarse al presidente de Estados Unidos.
–Mr. President. I´m so sorry. I know you are pissed off (Señor presidente, lo siento mucho. Sé que está furioso)– dijo Sarukhan.
–I am not pissed off. My team is pissed off. (Yo no estoy furioso. Mi equipo está furioso)– respondió Obama.
Ocho días más tarde, después de una conversación privada con Hillary Clinton, Pascual renunció (…).
El retiro de Pascual representó para Calderón una victoria momentánea. Pero las repercusiones de aquella renuncia serían de una complejidad más profunda que un simple juego de vencidas.
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La administración Obama no respondió a los exabruptos de Calderón con una decisión que en términos diplomáticos hubiera sido simplista: congelar al embajador Sarukhan y cerrarle las puertas en los círculos de poder. Los contactos con Sarukhan en Washington continuaron y quizá se acrecentaron. No era porque se tratara de él, si bien el presidente Obama tenía ciertas deferencias con el diplomático descendiente de rusos y armenios. En medio de todo subyacían los intereses estratégicos de Estados Unidos, como el fortalecimiento de la seguridad de la frontera y asegurarse que México no se convirtiera en un espacio de operación de las organizaciones terroristas. Washington no podía ni debía desentenderse de su vecino tras el escándalo Wikileaks. Le resultaba vital continuar operando con México y desde México.
Obama retiró a Pascual, un teórico especializado en países con problemas políticos y sociales, y en su lugar envió a Anthony Wayne, un diplomático cuya última misión había sido Afganistán, considerado por Estados Unidos como un Estado fallido.
Tras la llegada de Wayne se profundizó el sello militarista de la sociedad entre ambos países. En el Ejército mexicano ocurrió el mayor cambio institucional en el marco de la relación bilateral y la guerra contra el narco. La influencia de las doctrinas militaristas de Estados Unidos tal vez no ha dejado un solo espacio inalterado dentro del Ejército: del entrenamiento de cientos de oficiales mexicanos en el Pentágono (que a su regreso imparten cursos certificados por Estados Unidos) a la importación de tácticas de espionaje y combate empleadas en Irak y Afganistán. Un cambio vasto y evidente, como la noche y el día: antes de Calderón la cooperación militar se reducía a tímidos intercambios y colaboraciones en desastres naturales. Después de Calderón, la sinergia entre el Departamento de Defensa norteamericano y el Ejército de México se tradujo en alrededor de un centenar de protocolos y memorándums de entendimiento. (…)
A partir de la firma de la Iniciativa Mérida, México se convirtió en el principal cliente latinoamericano de Estados Unidos, el principal exportador de armas en el mundo.
Entre 2006 y 2011, la venta de equipo y armamento norteamericano a México ascendió a tres mil doscientos veinte millones de dólares, una cantidad similar a lo que invirtió el gobierno del presidente Calderón en la construcción de ciento cuarenta universidades nuevas y el equivalente a un tercio de las divisas generadas por el turismo en 2010, de acuerdo con estadísticas de Just the Facts, una institución no gubernamental dedicada a investigar y publicar los programas de asistencia militar y de seguridad de Estados Unidos en América Latina y El Caribe.
El autor es periodista mexicano radicado en Washington. Narcoleaks es su cuarto libro.
Twitter: @WilbertTorre
Fuente : Proceso
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